Historia de la Reconexión
El Doctor Eric Pearl ha suscitado el interes de los investigadores más importantes en el nundo
Durante los años 1980 y 1990, Eric Pearl, doctor en Quiropráctica en el Cleveland Chiropractic College de Los Angeles, dirigió uno de los centros más importantes en Quiropráctica en esta región. En el mes de Agosto de 1993, descubrió que poseía un “don” inusitado. Tras 12 años de práctica, este don se transformó rápidamente en un instrumento de curación de otro tipo: el canal a través del cual fluye la sanación.
Gradualmente fue dejando la quiropráctica, ya que las actividades (seminarios y consultas) relacionadas con su su “don” fueron creciendo. Ayudaba a gente con todo tipo de enfermedades, tumores malignos, enfermedades relacionadas con el SIDA, el síndrome de la fatiga crónica, las malformaciones de nacimiento y la deformidad de los huesos.
Llamado también el “Quiropráctico de las Estrellas” ha adquirido el estatus de doctor brillante y muy popular. El hecho de haber estudiado con maestros como el Dr. Virgil Chrane y el Doctor Carl Cleveland, ha permitido que el Dr. Pearl sea uno de los pocos terapeutas, que a la quiropráctica tradicional le haya incorporado técnicas originales procedentes de una antigua tradición que ha resucitado del olvido.
Tanto a nivel informal como clínico, los pacientes (¡y los médicos!) han sido testigos de sanaciones que se producían cuando Eric colocaba simplemente sus manos cerca de ellos.
¿Por qué yo?
Si estuviera sentado sobre una nube mirando el planeta para encontrar una buena persona a quién otorgar uno de esos dones, de los más raros y de los más buscados en el universo, no sé si alargaría mi brazo más allá de las distancias infinitas para apuntar con mi dedo, en medio de la multitud, a un chico como yo y exclamar: ”!Él! Es él! Es él, quién debe tener ese don.”
Quizás sea necesario explicar cómo sucedió exactamente. Tuvieron que pasar más de doce años hasta que fundé la más importante clínica de quiropráctica de Los Angeles.
Tenía tres casas, un Mercedes, dos perros y dos gatos. Todo hubiera sido perfecto si hubiera sabido gestionar mejor mi dinero y mi consumo de alcohol. También tuve que poner fin a seis años de relación Pero el Prozac me ayudó mucho a superar aquellos momentos.
Seis meses más tarde, me encontraba en la playa de Venice, en California, con mi ayudante. Ella insistió en que me leyera las cartas una adivina judía jitana la playa. “No quiero que una adivina me lea las cartas en la playa” – contesté tajantemente. “Si esta judia jitana fuera realmente competente, la gente iría a su casa; no llevaría su mesa, su mantel, sus sillas y todo sus bártulos ridículos a una playa abarrotada de gente, con la esperanza de pescar a algunos clientes confiados para someterlos a su visión del futuro y menos aun esperar que la paguen por este privilegio.”
“La conocí en una fiesta y le dije que iríamos. Me sentiría muy avergonzada si no nos leyera las cartas” – me contestó mi ayudante y –añadió- que la señora ofrecía lecturas por 20 dólares y también por 10 dólares. Mirando a mi ayudante a los ojos entendí que era inútil protestar. “De acuerdo” – refunfuñé, llevaba 10 dólares en la mano y sabía que era la mitad de lo que nos quedaba para la comida del mediodía. Caminé enérgicamente hacia la mujer, me senté en su silla plegable y le tendí mis 10 dólares pensando que ya tenía hambre.
A cambio de mi dinero, recibí una interpretación del presente aceptable y me gustó oír como ésta adivina judía gitana me llamaba “Bubbelah” (diminutivo judío que significa “pequeño chico”). Cuando se iba me dijo: “Además, ofrezco tratamientos personales que unen las líneas de los meridianos del cuerpo a la red energética del planeta, lo que nos vuelve a poner en contacto con las estrellas y los planetas”. Me comentó que como sanador era algo que necesitaba.” Y me aconsejó leer “el libro del conocimiento: las claves de Enoch”. Intrigado, le pedí cuánto costaría ese tratamiento. Me dijo: ”333 dólares” a lo cual contesté: “No, gracias”.
Hubiera podido ser el final de la historia con la cartomántica pero los caminos de la mente son misteriosos. No podía quitarme sus palabras de mi cabeza. Al mediodía, cogí los últimos minutos de mi hora de almuerzo para ir a la librería esotérica de la zona a hojear el capítulo 3.1.7 del Libro del conocimiento: las llaves de Enoch. Este capítulo habla sobre las líneas axiatonales. La lección más importante que recibí ese día, fue que descubrí que si existe una obra escrita para no ser leída rápidamente tenía que ser aquella. Sin embargo, ya había leído bastante. Y lo que había leído, iba a obsesionarme hasta tal punto que me resigné a romper mi hucha y llamar a esa mujer.
El tratamiento se daba en dos sesiones y en dos días de intervalo. El primer día le di el dinero y mientras me acostaba en una camilla, me decía a mí mismo que jamás había hecho algo tan tonto. ¿Cómo había podido dar 333 dólares a una perfecta desconocida para que dibujase líneas sobre mi cuerpo con sus dedos? Pensaba en todo lo que hubiera podido hacer con ese dinero, cuando repentinamente, tuve la inteligencia de reconocer, puesto que se lo había dado ya, que era mejor dejar de quejarme y prepararme para recibir lo que podía ocurrir. Entonces, me quedé tranquilo, listo y receptivo. No sentí nada, absolutamente nada. Al parecer, podía ser el único en la habitación en tener aquella certeza. Y como ya había pagado la segunda sesión, debía volver el domingo para la segunda parte del tratamiento.
Esa noche, sucedió una cosa muy extraña. Hacia una hora que dormía cuando me despertó mi lámpara de noche (lámpara que tengo desde los diez años) la cual se encendió repentinamente. Cuando abrí los ojos, tuve la fuerte sensación que había alguien en la casa. Cargado de valentía con un cuchillo, un aerosol de pimiento y mi Doberman, registré toda la casa. Nadie. Volví a la cama con la extraña sensación que no estaba solo, que alguien me observaba.
A primera vista, la segunda sesión empezó casi como la primera. Pero el parecido se terminó aquí. Mis piernas no estaban tranquilas. Tenían el síndrome de “las piernas locas” que pasa de vez en cuando en medio de la noche. Enseguida esa sensación de baile de San Vito se adueñó de mí; tenía escalofríos por todo el cuerpo. Me quedé acostado con dificultad. Aunque las ganas de levantarme fueran muy fuertes para quitarme esa sensación fuera de mis células, no me atreví a moverme. ¿Por qué? Porque había pagado 333 dólares y quería lo mío ¡esa era la razón! Un momento más tarde todo había terminado. Era un día caluroso del mes de agosto y en la habitación no había aire acondicionado. Estaba muerto de frío y los dientes me castañeaban mientras esa mujer se apresuraba a taparme con una manta. Me quedé así cinco minutos hasta que mi cuerpo volvió a recuperar su temperatura normal.
Había cambiado. Ignoraba lo que me había pasado y no hubiera podido explicarlo. Pero sabía que no era la misma persona que antes. No sé muy bien como, pero volví a mi coche y me fui hasta mi casa como si mi coche supiera el camino. No me acuerdo de nada del resto del día. Lo único que sé es que, al día siguiente, estaba en el trabajo y la odisea empezó.
Tenía la costumbre de pedir a mis clientes que se quedaran de 30 a 60 segundos en la camilla después del tratamiento para permitir que su cuerpo aceptara el nuevo alineamiento de las vértebras. Siete de los tratados ese lunes, los cuales me visitaban desde hacía 12 años en mi consulta y uno de ellos, una nueva clienta me preguntaron si había dado vueltas a la camilla mientras estaban acostados. Otros me preguntaron si alguien había entrado en la sala durante el tratamiento porque sintieron la presencia de varias personas de pie o andando alrededor de la camilla. Tres de ellos tuvieron la sensación de que alguien corría alrededor de la camilla y otros dos me confesaron que tuvieron la sensación que alguien volaba a su alrededor.
Durante mis doce años de quiropráctico, nadie me había contado algo parecido. Y lo curioso es que los siete me describieron el mismo fenómeno el mismo día. Ocurría algo extraño. Además de los comentarios de mis clientes, mis empleados también me dijeron: “Tiene un aspecto diferente. Su voz suena diferente. ¿Que le ha pasado durante el fin de semana?“ No iba a decírselo. “Oh, nada” contesté, preguntándome que había ocurrido durante el fin de semana.
Mis pacientes me comentaban que sabían con anticipación donde les iba a poner las manos. Las podían notar a unos centímetros de su cuerpo. Se convirtió en un juego el ver cuan acertados estaban al saber donde les iba a colocar las manos. Pero se convirtió en más de un juego cuando empezaron a recibir sanaciones. Al principio, los pequeños dolores desaparecían. Al parecer, los pacientes venían por la quiropráctica, entonces realizaba el tratamiento correspondiente, y después les pedía que se quedaran acostados y con los ojos cerrados hasta que les dijera de abrirlos. En esos instantes, aprovechaba para colocar mis manos por encima de su cuerpo. Cuando se levantaban, el dolor había desaparecido y querían saber lo que había hecho. Siempre les respondía: “Nada, y no hable con nadie de esto” Era tan eficaz como confiar un secreto a alguien y pedirle que no lo contara a nadie.
La gente empezó a llegar de todas partes para las sesiones de sanación. No entendía mucho lo que ocurría. Por supuesto, quería hablar con la mujer que me reconectó con estas líneas axiatonales. “Tiene que proceder de algo que está en usted. Quizás la experiencia de vida que tuvo después de la muerte de su madre, en el momento de su nacimiento, tiene algo que ver con eso”, dijo y añadió, “no conozco a nadie que haya reaccionado de esta manera. Es fascinante” Fascinante. Al parecer estas palabras querían decir que tenía que ir por mi cuenta.
A principios de octubre, aparecieron manifestaciones físicas de mi transformación. Una clienta sufría de una degeneración ósea severa de las rodillas, desde su infancia. Puse mis manos encima de su rodilla. Y cuando las quité, su rodilla estaba mejor pero mis manos estaban cubiertas de minúsculas ampollas que desaparecieron a las tres o cuatro horas. Este tipo de inflamaciones me ocurrieron varias veces. Cada vez que las tenía, todo el mundo en el edificio venía a verlo. (podía haber cobrado los derechos de entrada). Luego, un día, la palma de mi mano empezó a sangrar. No es broma. La sangre no salía como se ve en las películas religiosas o en los periódicos, a borbotones. Más bien, era como si hubiera una aguja clavada en mi mano. Pero igualmente era sangre. La gente de mi alrededor, me dijo que era seguramente una iniciación. “¿A qué?” pregunté. Y ¿Como lo sabían? ¿Por qué no lo sabía? ¿Quién lo sabía?
Empieza mi búsqueda
En noviembre, fui a ver a un famoso vidente. Me perdí por el camino y llegué a la cita sin aliento y con media hora de retraso (como de costumbre). Entré a toda prisa, me senté en una silla e hice como si no notara que estaba enfadado. Aquel tipo de mirada que tienen las personas estreñidas y las personas celosas. Aquella que nos recuerda las lecciones que no nos han dado sobre las virtudes de la puntualidad y que nos hace dudar del valor de ser humano. Estaba convencido que en sus días libres, este hombre pedía firmas para que los retrasos en la escuela fueran merecedores de castigo. Este encuentro iba a ser un desastre, estaba convencido.
Con gran profesionalidad, tiró las cartas sin mostrar ninguna señal de cordialidad o de compasión. Analizó las cartas y me miró directamente a los ojos con una expresión que podía denotar interrogación o amenaza y me preguntó: “¿Qué hace usted para ganarse la vida?” No sé lo que pensarás pero a 100 dolares la hora, pensaba que era él quien tenía que decírmelo, pero me callé. “Soy quiropráctico” dije tranquilamente sin revelar nada que pudiese influir en su interpretación. (Ni siquiera le había dicho mi apellido cuando solicite mi cita). “Oh no, es mucho más que eso” dijo “algo le pasa a sus manos y la gente se cura. Lo veremos en la televisión” y añadió “y la gente vendrá de todas partes a verle.” Era la última cosa que pensaba oír de su boca. Después, añadió que escribiría libros. “Déjeme decirle algo” le contesté concienzudamente, “si hay algo de lo cual estoy seguro, es que nunca escribiré ningún libro”
Los libros y yo nunca nos habíamos llevado bien. En toda mi vida, solo había leído dos libros y aun no había acabado el segundo. Pero mi vida iba a sufrir otros cambios. Videntes, curanderos, canalizadores, chamanes venían todos los días a verme. Llegaban de todas partes para decirme que durante sus meditaciones, habían recibido el mensaje de cooperar conmigo sin remuneración ninguna. Mi historia de amor con el alcohol volvió a ser una amistad ocasional: un vaso y medio para la cena, de vez en cuando. Nadie estaba tan sorprendido como yo mismo.
Lo más extraño aun no había sucedido: mi dependencia de la televisión se terminó repentinamente y fue reemplazada, puedo decirlo, por los libros. Era insaciable. Devoraba todos aquellos libros que trataban de filosofía oriental, de la vida después de la muerte, de canalizaciones e incluso aquellos que trataban sobre los extraterrestres. Cuando me acostaba por la noche, mis piernas no paraban de moverse. Tenía la sensación que mis manos estaban permanentemente en posición de recepción. Me zumbaba la cabeza y me silbaban los oídos. Más tarde, oí sonidos e incluso lo que parecía ser una coral.
Me decía a mí mismo: “Me he vuelto loco.” Ya se sabe que se empieza por oír voces cuando uno se vuelve loco. Yo oía coros. ¿Podría haber oído simplemente, un zumbido o la voz de una persona o incluso de un coro de niños? ¿Por qué tenía que ser un coro de ópera al completo? En cuanto a mis pacientes, distinguían colores azules, verdes, lilas, dorados y blancos, hermosos y exquisitos. Los conocían bien estos colores pero afirmaban nunca haber notado esos matices anteriormente. Uno de ellos trabajaba en la industria del cine y me contó que los colores que veía no podían ser de este mundo. Según él, no se hubieran podido reproducir ni con la tecnología actual.
Oh, si! mis pacientes habían visto ángeles. Como los ángeles están de moda, no prestaba demasiada atención a aquellas historias de ángeles, hasta que mis pacientes empezaron a contarme las mismas historias y a usar los mismos nombres. No se trata de ángeles famosos como Miguel o Ariel o ni siquiera de Moisés o de Buda aunque muchos digan haber visto a Jesús. Hablamos de nombres como Persília o Jorge. Jorge se aparece a los niños y a los que se ponen nerviosos con la idea de ver un ángel. Jorge se aparece con la forma de un loro de colores para después transformarse en un amigo. Me han contado que Jorge se aparece en los momentos de estrés.
La primera persona que vio a Jorge fue una niña de 11 años llamada Jamie. Su madre la había traído desde Nueva Jersey porque sufría de escoliosis, la desviación de la columna vertebral. Al final de su tratamiento, Jamie me dijo: “He visto un pequeño loro de colores y me ha dicho que se llama Jorge. Luego ya no era un loro ni siquiera era una forma de vida.” Había dicho una forma de vida. ¡Vaya expresión para una niña de 11 años! Y añadió: “Después, se ha convertido en mi amigo.”
En los siguientes dos o tres meses, mis pacientes me contaron otras apariciones de Jorge. Ninguno de ellos podía saber la existencia de Jorge pues no les había explicado nada sobre los nombres de los ángeles o bien de sus descripciones para no influirles en sus experiencias. (Incluso aquí, he cambiado los nombres de Jorge y de Persilia para proteger a estas personas)
Después de su tercer tratamiento, Jamie regresó a Nuevo Jersey, aunque su columna no estuviera totalmente curada. Después hemos hablado alguna que otra vez. Todo parece ir bien y aun recibe de vez en cuando la visita de Jorge.
Sin embargo, Persilia da mensajes más específicos. Se aparece e informa de sanaciones a la gente. Luego les dice que tendrán que explicarlo en la televisión. Supongo que podríamos llamarla nuestro ángel de las relaciones públicas.
La primera persona que vio a Persilia fue una señora de Oregon llamada Michelle. Michelle me había visto en una entrevista en una de mis primeras apariciones en la NBC. En aquellos tiempos, Michelle pesaba unos 40 kilos y sufría del síndrome de fatiga crónica y de fibromialgía. Tenía poco apetito y dificultades para tragar. Era incapaz de levantarse de una silla y de ir sola al servicio. Para poder soportar sus dolores, se ponía bajo el agua caliente de la ducha cuatro veces durante la noche. Si quería llevar a los niños de visita a su madre que vivía a una hora de camino, tenía que quedarse en la cama de su madre durante tres días antes de poder volver a su casa. Era totalmente incapaz de trabajar a jornada completa. Además, su hijo de seis años tenía que preparar la cena para su hermano de tres: bocadillos de crema de cacahuete.
Michelle, como la mayoría de mis pacientes, no había visto ni oído a ningún ángel antes. Necesitó tres días para saber el nombre del ángel. Persilia le dijo que se curaría y que iría a contarlo en televisión. Más o menos un año después, ella y yo estábamos invitados a una entrevista televisada. Michelle estaba contenta y tenía los ojos llenos de lágrimas. Casi había vuelto a su peso normal y tenía una cara radiante de salud. Trabajaba a jornada completa y hacía regularmente ejercicio. E incluso podía preparar la cena para su familia cada noche. Ya no comían bocadillos de crema de cacahuete.
Los pacientes veían a otro visitante: un hombre con bigote y los cabellos blancos. A veces, vestía con bata blanca y otras veces, llevaba una capa con capucha.
Debbie era madre de tres niños y vivía en el sur de California. Fue la primera que vio a este ángel (No sabemos su nombre). En marzo de 1995, se le diagnosticó un cáncer de páncreas en fase terminar, del mismo tipo que nos dejó sin el actor Michael Landon. Le habían dicho que le quedaba unos dos meses de vida. Durante sus visitas, Debbie salió de su cuerpo y viajó a través de un túnel donde vio luces azules y turquesas para luego ser abrazada por una luz blanca. Debbie conoció al hombre con el pelo blanco en sus dos formas. La primera vez, llevaba la capa y la capucha. Le tocó la muñeca y le envió una corriente de energía al interior de su cuerpo. Después, la saludó y la dejó ante una luz intensa acogedora. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Después, se encontró de nuevo en un túnel viajando a través de la galaxia y sintiendo que su cuerpo se desprendía de algo por los pies y por la cabeza.
En la segunda o tercera visita, el 80% del tumor inoperable de Debbie había desaparecido. A los ocho meses sus médicos decidieron operar y quitarle el 20% que quedaba. Pero antes del día de la operación tuvo una sesión del tratamiento, y un día y medio más tarde, fue al hospital para que la operaran. Pero después de algunas pruebas, la hicieron volver a casa. La operación se había anulado. Al parecer, durante el día y medio que siguieron a nuestro encuentro, el tumor había desaparecido totalmente, quedaban solo las cicatrices.
Un detalle interesante, Debbie había venido a verme en noviembre. Durante ese encuentro, había notado gotas de agua cayendo por el lado derecho de su cara. Después de eso, el hombre con bigote y pelo blanco apareció por segunda vez. Esa vez, llevaba una bata blanca que flotaba en el aire. Luego, se puso a volar.
Ocurre muchas veces que mis pacientes ven médicos reunidos que llevan batas blancas; se ponen de acuerdo y guían las sanaciones. Hablan pero nadie puede oírlos. Otra aparición bastante común es la de una joven nativa americana que pone una cinta de piel decorada con cuadrados pequeñitos y brillantes en la frente de mis pacientes. A menudo, un hombre nativo americano entra y se queda de pie en la habitación, no sabemos si es un jefe o un chaman. Otro visitante es un hermoso ángel que lo describen con una gran altura y tiene unas alas muy grandes de plumas blancas. Me comentan que se queda detrás de mí con las manos a mi alrededor, mirando por encima de mi espalda y guiando silenciosamente mis manos. Muchos de estos ángeles desprenden un olor de perfume de flor, de incienso o de hierbas como el romero.
Entonces ocurrió la historia de Jered. Jered tenía cuatro años cuando vino con su madre por primera vez. Llevaba aparatos ortopédicos en las rodillas y no podía moverse sin ellos. Sus ojos miraban en todas las direcciones pero aun parecían capaces de fijar el vacío. Las palabras no salían de su boca pero le salía la saliva a borbotones. La luz de Jered se reducía a una expresión de vacío que no dejaba brillar al ser magnífico que tenía que haber ocupado ese cuerpo.
Jered perdía la capa de mielina de su cerebro donde los impulsos nerviosos se comunican. Tenía unas cincuenta crisis de epilepsia al día. Los medicamentos habían reducido esas crisis en dieciséis al día. Mientras estaba acostado en la camilla, inmóvil y casi sin vida, su madre me dijo que en el último año, lo había visto debilitarse rápidamente sin que pudiera hacer nada por él. A esta primera consulta, no traía al niño que había conocido sino lo que podía describir como una “ameba”.
En esta primera sesión con Jered, cuando mi mano se acercaba al lado izquierdo de su cabeza, él sentía su presencia y trataba de cogerla. “Mire, sabe donde esta su mano. Intenta cogerla. Nunca había hecho esto ” dijo su madre sorprendida y llena de esperanza; “es en esta parte de la cabeza donde ha desaparecido la capa de mielina” añadió. Jered se volvió tan activo durante el encuentro que su madre tuvo que sentarse con él en la camilla para cogerle delicadamente las manos y cantarle canciones como solo lo sabe hacer una madre. Su canción preferida era “Twinkle, Twinkle Little Star”. (Brilla, brilla pequeña estrella). Desde su primera visita, los ataques de Jered cesaron totalmente. Después, en la segunda sesión, vimos a Jered coger el pomo de la puerta y girarlo. Su vista había mejorado y ya era capaz de fijar los objetos. Un día cuando salía del despacho, señaló un ornamento floral que se encontraba en la recepción y dijo sonriendo: “flores”. Todo el mundo tenía lágrimas en los ojos.
Aquella noche, se oyó a Jered recitar las letras del alfabeto con Vanna White cuando miraba “la rueda de la fortuna” en la televisión. Y después, cuando se iba a la cama, este pequeño querubín, antes mudo, miró a su madre y dijo: “Mama, cántame una canción.” Cinco semanas más tarde, Jered volvió al colegio y jugó fútbol. ¿Jered había visto a un ángel? Nunca me lo dijo pero creo que sí. Este ángel lo acompañaba durante sus idas y venidas a las citas, se sentaba junto a él y le cogía delicadamente las manos y le cantaba “Twinkle, Twinkle Little Star” como solo un ángel lo pueda hacer.
En ese momento comprendí que tenía que buscar en mi interior para encontrar las respuestas a mis preguntas. Mis dos preocupaciones más importantes eran: Primero, que no podía predecir las reacciones de una persona y por eso, no podía prometerle nada. Segundo, que tenía subidas y bajadas de energía imprevisibles que podían durar de tres días a tres semanas.
Siempre había sido del estilo “esto puedo controlarlo”, capaz de conseguir todo lo que tenía en la cabeza. Mientras los otros tenían la posición “esperamos para ver que”, yo prefería dominar, manipular y controlar las situaciones. Los obstáculos que parecían insuperables para otros eran invisibles para mí pues los arremetía y cumplía con mi trabajo. La expresión más molesta para mí era: “si algo tiene que ocurrir, ocurrirá.” Si quería que algo sucediese, hacía todo lo necesario para que sucediera y no dejaba a los fatalistas ponerse en medio. Imagínaros mi sorpresa, cuando he comprendido finalmente que si quería que el proceso de sanación se acelerase, tenía que parar de encabezar el baile y salir de en medio. Tenía que dejar actuar a un poder superior. “¿Quién dice eso?” Pensé, “Yo no, desde luego.”
Sin embargo, este era el caso. No sólo la energía sabía dónde dirigirse y que hacer sin mis instrucciones sino que cuanto más me eclipsaba más fuertes eran las reacciones. Las sanaciones más importantes ocurrieron cuando pensaba en mi lista de la compra. ¡Qué cosa más increíble!
“Recibe, no mandes.”
“¿Quién ha dicho eso?” Me pregunté, buscando en los rincones de mi mente como si pudiera encontrar algún indicio. “Ha elegido a la persona menos indicada para dar ese tipo de consejo.” Mi ego no entendía nada “Apártate del camino y deja que un poder superior te guíe.” Nada de esto tenía sentido para mí. ¿Cómo puedo transmitir estas sanación a la gente si no las mando?
“Recibe, no mandes.”
“Ya le he oído la primera vez. Ahora, conteste a mi pregunta”, repliqué mentalmente.
Silencio (El silencio realmente consigue fastidiarme a veces)
Entré con el siguiente cliente esperando no darle un mal servicio y que no pudiera notar la vacilación y el desconcierto de mi mente. Empecé por poner mis manos sobre sus pies con las palmas abiertas. Recibí la respuesta de la paciente a través de mis manos y la recibí del cielo por encima de mi cabeza: estaba lleno de amor, humilde y desconcertante. Era extraño. Luego vi la paciente reaccionar, todo iba bien.
En ese momento había abrazado la idea aunque no la había entendido totalmente hasta ahora. Yo no soy el sanador, solo Dios lo es, y por alguna razón, yo soy el catalizador, el canal o el amplificador, es decir, que formo parte del proceso.
La sesión había terminado. La paciente había visto los mismos colores espectaculares y había distinguido los mismos sonidos que los otros pacientes. También había visto dos ángeles descritos otras veces en el proceso de sanación. Sus dolores, una mezcla de síndrome de fatiga crónica, de fibromialgia y de colitis habían desaparecido. Aunque su vida no estuviera amenazada hacía más de ocho años que sufría esa situación. Se levantó de la camilla y dijo: “¡Gracias!”. Y contesté: “no me lo agradezca, no he hecho nada.” Y me dijo “por supuesto que ha hecho algo aunque no lo entienda. No hubiera pasado nada si no hubiera acercado sus manos sobre mí.”
Me dije a mí mismo: “Quizás esta persona sentada en la nube no cometió ningún error después de todo. Quizás recibí este don porque no llevo grandes ropas ni turbantes porque no cuelgo tapices ni quemo incienso porque no ando descalzo mientras como en tazones de tierra con palillos. Quizás sea porque soy accesible y hablo de manera simple. O quizás porque invento todo tipo de maneras para explicar las cosas que casi no puedo aentender.”
“¡Es así!”, le dije a mi paciente mientras pensaba en una analogía fácil para una joven, cuyo concepto de sincronismo espiritual sería que “Melrose Place” significara a la vez, el nombre de la calle donde estaba mi consulta en Los Ángeles y el nombre de su programa preferido de televisión. “Es cómo si acabaras de tomarte una deliciosa taza de chocolate frappé y se lo agradecieras a la pajita.”
Mi clienta se puso a reír.
Creo que los dos lo habíamos entendido.
Eric ha aparecido internacionalmente en muchos programas de televisión. Las sanaciones de sus pacientes han sido documentadas en seis libros hasta la fecha: Hot Chocolate for the Mystical Soul; Chicken Soup for the Alternatively Healed Soul; More Hot Chocolate for the Mystical Soul; Hot Chocolate for the Mystical Teenage Soul; Are You Ready for a Miracle with Angels? Y el libro de Eric Pearl La Reconexión: Sana a Otros, Sánate a ti mismo (Ediciones Obelisco).
Reconexion